jueves, 28 de mayo de 2009

Una abeja

Un buen día, más bien, una buena tarde —una tarde espléndida— estás en tu cuarto —acabas de llegar a casa— y, por el rabillo del ojo, entrevés un pequeño bulto negro en la alfombra, que se te antoja un insecto muerto, no sabrías muy bien decir por qué —realmente lo es—.

Vuelves la cabeza, «no creo», piensas, y entonces todo se para un instante, mientras miras fijamente la abeja que yace patas arriba en el suelo. No tienes ni idea de cómo ha llegado hasta ahí, ni aciertas a imaginar por qué de todas las casas, de todos los cuartos, de todas las alfombras, ha ido a acabar precisamente en la tuya, pero te parece que el momento posee una vaga trascendencia, incluso una cierta solemnidad, que quizá no esté en la abeja, ni en la situación —de acuerdo—, pero qué importa.

Tienes que estudiar, claro —es lo que toca—, y por unos segundos crees que vas a hacerlo.

No.

No puedes dejar que todo quede ahí. Porque de algún modo oscuro, percibes que has rozado la Eternidad —sí, aunque en alguna de sus más recónditas acepciones—. Es algo inaprensible, pero sientes que puedes perseguirlo. Y por una vez, estás dispuesto a hacerlo

Una abeja

Procedentes de todos los confines del mundo,
las más asombrosas maravillas desfilaban cada día
bajo la mirada impávida del Califa,
que hacía tiempo había olvidado cómo sorprenderse.


Gracias a: Amanda, por escanear el dibujo.

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