Reconozco que esta bitácora nunca se caracterizó por su actividad frenética (en realidad, ni siquiera por su actividad). Pero ha pasado más de un año desde la última entrada (quiero decir, desde la última entrada de verdad) y el olor a descomposición no deja duda de que el blog no duerme: está muerto. De hecho, ha sido asesinado.
Antes de que nadie se lleve las manos a la cabeza y se apresure a acordonar la página en busca de pruebas, debo aclarar que el caso ya está resuelto: Feisbuk es el culpable. Para convencerse de ello, basta con examinar las últimas entradas (y también esta o esta otra); a pesar de sus pretensiones, ni siquiera intentan ocultar su origen: son estados de Feisbuk renegados. Habría sido cruel condenarlos a perecer sepultados por toneladas de sus semejantes, así que sacrifiqué sus quince minutos de fama y les procuré una existencia más modesta —pero con algo de atemporal— en No de las cosas. Lo apropiado habría sido desarrollar esas ideas lo mínimo para justificar el exceso onanista de publicarlas aquí, pero no creo que a nadie se le oculte que en ese proceso traumático habrían perdido casi todo su interés («no hay que olvidar que la verdad se reduce siempre a la mitad cuando se formula», comenta un personaje en Balthazar, de Lawrence Durrel).
Cuánto más fácil es plantear la idea apenas esbozada, como se hace normalmente en Feisbuk (no hablo de Tuiter, porque no lo frecuento, pero hablo de Tuiter). Lo admito: es esa exención de la tarea terrible de razonar la que ha permitido a Feisbuk fagocitar mi blog. Y encima uno consigue un par de megustas y ya se queda con la sensación de haber escrito algo interesante.
Seguiré dando la lata...
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