¿Cómo era vivir en una pradera infinita? Todavía lo recuerdo bastante bien. Hasta donde llegaba la vista, todo era verde. Por encima, la otra mitad del mundo solía ser azul radiante. A veces, mirabas al cielo y creías que ibas a caer en él.
Mi casa, diminuta, construida en piedra, parecía zozobrar encima de una loma. Desde ella se veía toda la región, y desde toda la región, se veía mi casa.
No quiero hablar demasiado de los Otros, aunque no se me escapa que al lector atento no le pasará desapercibida su importancia. En ocasiones llegaban hasta mi puerta personas buscando un lugar donde pasar la noche. Yo les acogía lo mejor que podía. Normalmente, reemprendían el camino a la mañana siguiente.
Algunos eran hoscos y taciturnos. Su partida era un alivio. Con otros la cena se alargaba con anécdotas, carcajadas y miradas comprensivas. Cuando se iban, dejaban tras de sí un denso silencio.
Todos hablaban de lugares extraños, tal vez no tan lejanos, de los que ninguno volvería. O quizá sí... Una noche, a la luz del fuego, creí sorprender algo familiar en el brillo de los ojos de un visitante. ¿Tanto había cambiado? No me atreví a preguntarle.
Fue uno de los últimos. Por aquel entonces, el Laberinto ya empezaba a ser infranqueable. El Laberinto...
Su origen fue inocente: plantar un seto parecía completamente natural. Mucho después, he intentado convencerme de que el objetivo no era otro que delimitar un espacio, mi espacio, obligando así al mundo a retroceder algunos metros desde las ventanas de mi casa.
Pero el seto medró, y después giró en ángulo recto y comenzó a bifurcarse. Reconozco que me dejé seducir por su ilimitada geometría de posibilidades. Y el Proyecto siguió creciendo, y creció... Por primera vez, empecé a sentirme protegido. Y, por primera vez, sufrí la necesidad de sentirme protegido. Acarreé piedras para construir altos muros donde antes bastaban ramas.
Por supuesto, el Laberinto disuadiría a los visitantes, aunque pensé que no supondría un obstáculo para quien realmente quisiera atravesarlo. No obstante, llegó un momento en el que incluso a mí me costaba orientarme: la obra había superado al arquitecto.
El dédalo de callejones era tan vasto que algunos quedaban descuidados durante meses. Los derrumbamientos y las zarzas alteraban el trazado imprevisiblemente. Pasé largo tiempo vagando perdido; pese a todo, cuando conseguía situarme, continuaba la construcción fascinado por la inabarcable complejidad del resultado.
He olvidado dónde está la salida. No me importó, ni me importa. ¿Por qué habría de hacerlo? Ya no hay infinitos, ya no hay abismos. A lo sumo un angosto techo azul celeste.
Soy el rey del Laberinto, sentado en un trono en el centro del mismo.
Sin embargo, hay algo que me inquieta: la otra noche, arrastrado por un extraño impulso, trepé con dificultad hasta lo alto de una de tantas paredes, y volví a encontrarme con el inmenso cielo estrellado. Por un momento, pensé que, quizá, después de todo, sí me importa.
2 comentarios:
Me encanta =)
Gracias, misterioso anónimo ^_^.
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